En el avión los elásticos del barbijo me presionan las orejas y me recuerdan que afuera –abajo– hay una pandemia. Lo demás es como en cualquier viaje: no hay asientos libres, sí hay comida, mantas y almohadas. Pienso que al final no cambiaron tanto las cosas y me preparo para no sorprenderme, hasta que desembarco en el aeropuerto de París y todo se torna un poco ciencia ficción. Por un pasillo se acercan unos 30 chinos uniformados: están cubiertos de pies a cabeza –menos los ojos– con trajes blancos y abultados. Avanzan coordinados como un equipo que va a despegar en una nave espacial, hacer la autopsia de un ser extraño o cualquier otra misión más épica que abordar un avión comercial.
Camino detrás de ellos y llego a los controles de seguridad que debo pasar para abordar el segundo avión. La gente se amontona para dejar y retirar sus cosas de las cintas; yo me muevo hasta encontrar un punto que me permita mantener distancia y no perder de vista mi mochila que se acerca lentamente.
Al llegar al sector de espera para embarcar, miro alrededor y pienso que la diversidad que suele haber en un aeropuerto se destaca más con la pandemia. Es extraño ver gente de distintos orígenes y realidades usando una misma prenda. Están todos igualados en ese fragmento del rostro, aunque debajo del barbijo se asome una barba larga o arriba se vea un turbante colorido, un velo negro o unos auriculares grandes.
Cerca de los ventanales veo tres monjes franciscanos que complementan su estilo sostenido desde 1200 –túnica marrón, sandalias de cuero y el corte de pelo que dibuja un círculo prolijo con el centro calvo– con unos barbijos celestes descartables. Se ve que no les molesta tener que llevarlos: debajo de ellos creo que sonríen mientras se toman una selfie en el Charles de Gaulle.
Alrededor se repiten las llamadas, lecturas y esperas aburridas de siempre pero ahora con barbijo y desconfianza. Compro un café en uno de los pocos lugares abiertos y me voy a buscar un lugar sin gente apiñada. Camino unos metros y me sorprendo con un sector que me hace aflojar los nervios: hay sillones definitivamente más cómodos que los asientos en fila y un hombre que toca el piano. Me siento a escucharlo, me bajo el barbijo y tomo mi café. Cuando termina la canción, lo aplaudo en silencio, pero con las manos en alto para que las vea. Me mira y sonríe. No sé si los demás disfrutan como yo este oasis en medio del caos pandémico.
Foto: @pep_navarro_art