Camino por un puente empinado y bastante alejado del suelo que lleva a una ciudad que se levanta aislada en medio de un terreno montañoso en la región de Lazio, Italia. Pensé que cruzarlo me daría miedo, pero no: es firme. La estructura de cemento armado une la ciudad de Bagnoregio con Civita di Bagnoregio —el pueblo nuevo y el antiguo— que quedaron cada vez más distanciados por los efectos de la erosión que sufre el suelo volcánico. En 1965 fue construido como un puente peatonal, pero ahora los residentes tienen permitido transitarlo con bicicletas o motos, que cada tanto pasan y rompen con un zumbido artificial el sonido calmo del pueblo.
Una pareja de italianos de unos 60 años con los que había hablado el día anterior me advirtieron:
– El pueblo es precioso, pero ahora tiene demasiado marketing.
“Tutto finto”, dijeron, que significa falso, artificial. Recuerdo en seguida sus palabras al pagar el ticket de ingreso al pueblo (5 euros que se abonan en una cabina antes del inicio del puente) y, sobre todo, cuando cruzo la puerta antigua y lo primero que veo son unos exhibidores de postales en el camino. Civita se conoce como “la ciudad que muere” porque el suelo donde está sufre un derrumbe lento y constante, y esta situación hizo que la mayoría de los habitantes se muden a la ciudad nueva. Ahora es candidata a ser Patrimonio de la Humanidad y, en épocas sin covid, recibía unos 700 mil turistas al año. El apodo trágico, la incorporación del peaje y que el director de cine Miyazaki haya dicho que se inspiró en ella para crear su película El castillo en el cielo le dieron esta popularidad.
Sin embargo, la ciudad con restos de historia de distintas épocas y pueblos, puesta sobre una roca, suspendida y rodeada de un paisaje verde y montañoso, tiene un encanto que va más allá del marketing.
Camino el pueblo que fue fundado hace 2500 años por los etruscos. Las casas, en su mayoría, son de época medieval y la Iglesia de San Donato tiene una fachada renacentista. Originalmente tenía cinco puertas de ingreso pero ahora solo sigue en pie Porta Santa Maria, antes llamada Porta Cava. El resto se derrumbaron, como las torres y palacios que hubo en otra época.
Veo un cartel que anuncia que a unos metros está la casa de Pinocchio. Es decir, el lugar donde se filmó la versión de esta historia del director Sironi. No vi esa película, pero me da curiosidad. Me recibe un hombre grande, sentado al lado de la puerta, con una cajita donde guarda el dinero que cobra para entrar: 1 euro por persona.
— ¿Este lugar es suyo? ¿Usted vive en este pueblo? —le pregunto.
Me dice que sí, que es uno de los 11 habitantes que quedan.
Le pregunto qué piensa de esto, y me dice: “Tutto bene”.
Creo que no tiene ganas de hablar. Imagino que solo espera que los turistas (ahora pocos) se vayan y llegue el silencio y la tranquilidad a este lugar.
Salgo de la casa de Pinocchio y miro la vista abierta que hay al final de esa callecita angosta. El pueblo termina y se ve el suelo rugoso que combina tierra y verdes, y el cielo que hoy tiene un color celeste intenso.
De noche se deben ver bien también las estrellas.