“It is affordable to do therapy in Argentina?”, me preguntó una amiga que creció en Estados Unidos y vivió en otros tres o cuatro países. En una misma conversación yo le había citado una frase de mi psicóloga y le había contado algo del largo proceso de terapia de una amiga. Me dijo que eso le había llamado la atención y que ya venía sorprendida del día anterior, cuando había conocido a un argentino que, en la primera media hora de charla le mencionó que la terapia lo había ayudado a superar su separación. “I’ve never heard a man talking about going to therapy with a stranger”, me explicó.

Le respondí que, más allá del aspecto de la accesibilidad económica, hay un factor cultural. Le conté que en Argentina (o, al menos, en las grandes ciudades) ir al psicólogo es como ir a la verdulería: cotidiano, necesario, público. Si una persona tiene que irse antes de la oficina o avisar que llega tarde a una reunión de amigos, lo dice: es que tengo terapia. No hay secretos ni pudor en este acto.

Yo crecí escuchando frases sutiles pero negativas sobre la psicología, así que me costó bastante decidir empezar un proceso. Comencé terapia por primera vez casi a los veintilargos, cuando sentía un adoquín en el pecho que hacía que trabajar, seguir mi rutina y, por momentos, respirar fueran esfuerzos muy grandes. Pienso que si no hubiera vivido en una ciudad donde la terapia aparece en las conversaciones casuales, en la música y hasta en el humor, no me hubiera atrevido a probar de qué se trataba.

Para mí hacer terapia fue limar ese adoquín hasta que se volvió más pequeño y el aire empezó a entrar en mis pulmones, fue despegar del fondo en el que estaban camufladas unas cuantas creencias paralizantes, fue encontrarme un día reaccionando con confianza —algo con lo que pensaba que directamente no había sido fabricada—.

Cuando alguien que no es argentino me hace una observación como la que me hizo mi amiga, sonrío. Me gusta que parte de nuestra cultura sea tomar mate e ir a terapia, cuidar de nuestra salud mental y decirlo.