“Fui nostálgica mucho tiempo, me curé migrando” dijo la entrevistada del video que veía hoy en Youtube. La frase quedó rebotando. Es la segunda vez en la semana que siento esa expresión: curar la nostalgia. Justo en un momento en el que añoro, incluso, las cosas que odiaba de la rutina. Extraño hasta los recuerdos de otros, me dan ganas de ir a desayunar todos los días a un café porteño, aunque en 99 de 100 días optaba por las tostadas en la oficina. Me conmueve escuchar el nombre de las calles o pensar en la caminata –que siempre era apurada– a la facultad.

Pero, para ser justa, esto es algo que toda la vida tuve conmigo. Siempre me movilizó el pasado, lo que ya no está. Creo que en la adolescencia había leído que la nostalgia era característica de los poetas y eso me gustó, tal vez por eso la abracé. Pero esta semana escuché a esta gente que hablaba de curarse y me despabilé. Me hicieron abrir los ojos y prestarles atención como en un programa místico de la medianoche. “¿Eso se puede?”, pensé.

Fabián Casas, la otra persona que usó la expresión –y que yo leí esta semana– dice en un ensayo que dedica a su perra Rita: “Ella primero, y mi hija después, me curaron de la enfermedad de la nostalgia”. La frase me pareció hermosa; la palabra enfermedad, dura. Pero de repente identifiqué todos los síntomas: el dolor de querer atrapar algo que siempre se esfuma, el sabor a la falta, la mirada angustiante sobre lo que fuimos y ya no podemos –o a veces ni queremos– recrear.

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Hay un poema que se pregunta de qué se nutre la nostalgia. Yo, en cambio, quiero indagar en cómo se la debilita: ¿se la apaga de a poquito?, ¿se le da un golpe seco y letal?, ¿hay que hacer algo para que no vuelva a crecer? ¿Qué es lo que te cura? La entrevistada de la que hablé primero no dio detalles de su experiencia. Supongo que migrando aprendió a desprenderse, a no mirar mucho a lo que no está a la mano. No lo sé. Casas, en cambio, dice algo más: “Sí, como decía el hermoso guitarrista de la calle Arribeños: mañana es mejor”.

Tal vez se trate de encontrar ese remedio –potente y único– capaz de llenar la sangre de aquella incomprobable certeza.